Y un día todo cambió, y fue relegado a un puesto de bibliotecario en la biblioteca de Can Peixauet. Él, que no conocía mucho de ese mundo, obligado a vivir entre montones de libros ordenados por autores, editoriales, títulos y secciones.
Poco a poco la biblioteca se había convertido en el lugar de recreo de unos muchachos muy desocupados. Aquellos muchachos distorsionaban la actividad de Can Peixauet e impedían al resto estudiar, leer y hacer sus tareas. Una tarde, Lee se acercó al banco de enfrente, donde estaban algunos de ellos, para llamarles la atención.
—Yo sé boxeo y si quiero te busco un problema.
Lee se dejó impresionar y los citó a todos la tarde siguiente en la ribera del río Besòs para que le “enseñaran” a boxear. Antes de que el chico decidiera su guardia, Lee lo marcó tres veces. —Hostia, tete, pero tú sabes de esto, ¿no?. Lee, cinturón negro de la Kyokushinkai Karate, les explicó que él llevaba muchos años practicando este arte marcial y, como si de una peli de los ochenta se tratara, a la semana siguiente tenía puntuales a todos esos muchachos, en chándal y dispuestos a aprender, en los aledaños del parque fluvial.
Los chicos del río
A aquellas clases se fueron sumando jóvenes y, con ellos, los problemas que traían consigo. Lee me explicó una anécdota sobre uno de sus chicos al que detuvieron por pelearse. Cuando quedó en libertad, agradecido porque su ya maestro había dado la cara por él, el muchacho lo llevó a su casa. Lo que Lee me describió de aquel hogar fue una nevera vacía con un yogur enorme en el centro, único sustento para tres hermanos, el mayor con menos de veinte, que vivían solos en un piso de Santa Coloma. A base de solicitar ayudas para aquellas personas, Lee se fue ganando un lugar en aquella comunidad que cada vez era más y más grande y en la que él desempeñaba un papel cada vez más decisivo.
Un día, el ayuntamiento les cedió una sala del polideportivo en la que a día de hoy dan clase de karate más de 140 niños, alguno de ellos llevan ya cuatro años.