De trabajar para el alcalde ejerciendo de chofer a estar rodeado de libros. Hace ya algunos años, la vida de Lee Redondo dio un giro de 180 grados. Acostumbrado a la ‘acción’, el conocido como ‘Hermano Mayor de Santa Coloma’ fue relegado a un puesto de bibliotecario en la biblioteca de Can Peixauet. Él, que no conocía mucho de ese mundo, obligado a vivir entre montones de libros ordenados por autores, editoriales, títulos y secciones.
Verán, yo no creo en el destino, pero una vez vista y observada la vida de Lee Redondo, el jefe Lee, uno empieza a creer en más cosas místicas de las que debería. El tema fue que, por aquel entonces, la biblioteca se había convertido en el lugar de recreo de unos muchachos muy desocupados.
Cualquiera que conozca la realidad de Santa Rosa sabe que es un barrio difícil. Muy cambiado a nivel urbanístico y eso, pero en el que tras cada ventana, tras cada puerta, podría esperarse décadas Peter Pan, hasta encontrar un resquicio de inocencia con la que salir a volar por las noches. Aquellos muchachos distorsionaban la actividad de Can Peixauet e impedían al resto estudiar, leer y hacer sus tareas. Una tarde, Lee se acercó al banco de enfrente, donde estaban algunos de ellos, para llamarles la atención.
Cinturón negro
—Yo sé boxeo y si quiero te busco un problema.
Lee se dejó impresionar y los citó a todos la tarde siguiente en la ribera del río Besòs para que le “enseñaran” a boxear. Antes de que el chico decidiera su guardia, Lee lo marcó tres veces.
—Hostia, tete, pero tú sabes de esto, ¿no?
Lee, cinturón negro de la Kyokushinkai Karate, les explicó que él llevaba muchos años practicando este arte marcial y, como si de una peli’ de los ochenta se tratara, a la semana siguiente tenía puntuales a todos esos muchachos, en chándal y dispuestos a aprender, en los aledaños del parque fluvial.
A aquellas clases se fueron sumando jóvenes y, con ellos, los problemas que traían consigo. Lee me explicó una anécdota sobre uno de sus chicos al que detuvieron por pelearse. Cuando quedó en libertad, agradecido porque su ya maestro había dado la cara por él, el muchacho lo llevó a su casa. Lo que Lee me describió de aquel hogar fue una nevera vacía con un yogur enorme en el centro, único sustento para tres hermanos, el mayor con menos de veinte, que vivían solos en un piso de Santa Coloma.
Ahora perdonadme que haga un alto en la narración, pero es que quiero decir que creo que ninguna acción política vale de nada, si de verdad no se profundiza en el individuo, no se empatiza (que no quiere decir que se asume) con su cultura y no se entiende qué camino lo ha llevado hasta allí. Para eso, por supuesto, hacen falta recursos humanos, personas que trabajen a pie de calle, mano a mano, con esta gente, y por lo visto, eso, no es una prioridad en esta sociedad. ¿Han visto ya las nuevas tablets de nuestros diputados?
A base de solicitar ayudas para aquellas personas, algunas a título personal, y de impartir clases de Karate, Lee se fue ganando un lugar en aquella comunidad que cada vez era más y más grande y en la que él desempeñaba un papel cada vez más decisivo.
Un día, el ayuntamiento les cedió una sala del polideportivo en la que a día de hoy dan clase de Karate ciento cuarenta niños, alguno de ellos llevan ya cuatro años. Los chicos no pagan nada por las clases de Karate, pero cuando los tiene “enganchados” al arte marcial, como dice él, les obliga a entregarle las notas y a leerse un libro cada mes. Si las evaluaciones no son positivas, otros amigos de Lee, de manera también altruista, dan clases a esos niños, y los compromete a aprobar el trimestre siguiente. El sensei es duro, dicen los alumnos, pero cualquiera que haya practicado Karatedo sabe que el camino de la vida también lo es y que venimos al mundo con las manos vacías, para enfrentarnos a las adversidades y abrirnos paso.
Saludos y respeto
Lee resuelve los conflictos, por ejemplo, obligando a sus temibles karatekas de siete años a darse abrazos si se hacen daño sin querer, les explica la importancia del saludo, del respeto mutuo, de la cohesión y de todos esos valores que se transmiten a través del estilo de vida de un karateka, dentro y fuera del Dojo.
Un día conocí al muchacho del yogur en la nevera y quise preguntarle. Aquel chico corroboró aquella historia, me habló en términos magnánimos de su maestro, me cobró el café y siguió trabajando. Trabajando. Lo que tres años atrás era una persona abocada a la exclusión social se había hecho un hueco en el sistema, con sus propias manos. Manos vacías. Entendí que lo que Lee había hecho con él no fue sólo enseñarle Karate, respeto y modales, lo que Lee hizo con aquel hombre fue lo que el sistema no ha podido hacer, o no ha encontrado la manera de hacerlo.
Mi mensaje es que nunca desconecten a Lee de esos chicos. Nunca. Porque algunos de nosotros no conocemos el hilo para tirar de ellos.